«Versión extraviada» (1)

Hueso de sepia. Foto R.Puig
Dedicado a mi amigo y compañero Manuel García Viso
Huesos de sepia
Hace ya seis años, novelaba en mis ratos libres y entre lo leído, lo imaginado y lo vivido, dejé varada en cuatro decenas de folios una especie de historia. La narración acabo en un cajón, y ahora -cosas del confinamiento en el que estamos- ha emergido de una de mis carpetas (*).
Hay poemas e historias que, parafraseando a Eugenio Montale, son como huesos de sepia que el mar arroja sobre la arena de la playa. Como la poesía destila nuestras vivencias consumidas, hay historias que, a la manera de residuos del recuerdo, la imaginación posa entre la realidad y el sueño. Hoy, sin saber bien cómo podrá acabar, comienzo a transcribir aquí aquella narración acantonada.
Así que, confiando en la tolerancia de mis lectores y a la manera de aquellos folletones que se pusieron de moda en los periódicos del siglo diecinueve, trataré de finalizarla por entregas.
VERSIÓN EXTRAVIADA
Capítulo 1
Sólo gradualmente comprendí en qué medida estas memorias que hoy transcribo convergen con la disolución de mis creencias y la cristalización de mis convicciones. Nunca imaginé antes de mi abrupta entrada en la edad adulta que los sentimientos y, la que el filósofo de la soledad asienta en sus memorias como su base, la invencible conciencia, cuya íntima voz, a su juicio, nunca engaña por mucho que se abatan sobre ella los razonamientos ilustrados, nunca, digo, pensé por entonces que los sentimientos y la fe de siempre se doblegarían un día, primero bajo el peso de la duda existencial y luego frente a la artillería inexorable de la razón.
Como escribió Ernest Renan, en el prefacio a sus «Recuerdos de la infancia y la juventud», “jamás la fe que tuvimos debe convertirse en una cadena. Nuestra deuda hacia ella se canceló al envolverla cuidadosamente con el sudario de púrpura en el que duermen los dioses muertos”.
Durante algún tiempo mi propio proceso interior se cruzó en varias ocasiones con el que vivía un viejo compañero y amigo del que la muerte prematura me convirtió, a modo de heredero, en el cronista de un hallazgo que reafirmaría, desde el testimonio más insospechado, el tránsito desde mis creencias y de los sentimientos que las nutrían a nuevas convicciones y a las razones que las cimentan. Ese hallazgo y su contenido es la materia de estas páginas, confirmación de las dudas que me suscitaban las innumerables contradicciones y lagunas de las crónicas de los evangelistas que me acompañaron hasta la edad adulta.
Hubo en Palestina una mujer, cuya figura crecería desmesuradamente a partir del siglo V, pero a la que apenas dieron un rol los evangelios, salvo el de la recepción de una visita angélica, anunciadora de una mágica fecundación que la salva del repudio de su marido. Luego apenas aparece y no es testigo del proceso fundacional de la Iglesia : la resurrección de su hijo que otros pregonaran mientras ella se eclipsaba. Me refiero a la madre de Jesús.
Hace años que esto me extrañaba y me hacía sospechar una sorda discrepancia de María, reducida a un papel marginal por parte de los protagonistas del cenáculo, cuyas versiones de la historia de su hijo prevalecerían. Me sorprendía también que el nuevo apóstol Saulo en su invasiva entrada en el legado del nazareno no mencionase a la madre de Jesús. ¿Contradecía la versión de María a la que difundieron los apóstoles en los comienzos del Cristianismo?
Pero, no voy a adelantarme, vayamos por partes.
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Elías
A principios de los años 70 trabajaba yo como profesor en un colegio regentado por jesuitas norteamericanos en el Perú. Mis funciones eran las habituales de un docente, y buena parte de mis energías se gastaban en el difícil esfuerzo de atraer la atención de una clase de más de cuarenta alumnos, todos en esas edades de transición entre la niñez y la adolescencia, en las que suscitar el interés por la gramática y la geografía es una tarea hercúlea.
Un entretenimiento que satisfacía algo mi tendencia a escarbar en las bibliotecas, era dedicar los escasos momentos que tenía libres a examinar los fondos de una antigua biblioteca que los jesuitas anteriores a la expulsión decretada por Carlos III habían salvado milagrosamente. Se hallaba, por lo que me dijeron entonces, pendiente de catalogación. Recuerdo mi emoción bibliófila frente a la edición original de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, cuando en alguno de cuyos volúmenes examinaba yo aquellas definiciones consideradas nefandas por los que habían sido mis profesores durante el bachillerato.
También encontré en aquellos baúles algunas ediciones princeps de obras de Erasmo de Rotterdam, que algún jesuita, no muy obediente a las recomendaciones de San Ignacio de Loyola ni temeroso de las prohibiciones del Indice, debió traer a escondidas al Perú a finales del siglo XVI. No era sólo mi gusto por la soledad en compañía de un libro lo que me impulsaba, sino también mi curiosidad por las más variadas antiguallas de la imprenta, sobre todo si el trabajo de composición y la calidad del papel y de la encuadernación completaban el placer del texto.
No venía nadie a alterar aquellos momentos privilegiados, hasta que un día apareció por allí uno de los profesores jesuitas, de quien yo no sabía prácticamente nada, salvo su nombre y apellido, Elías Adler. No habíamos cruzado palabra desde mi llegada al colegio hacía seis meses. Venía a devolver al depósito el contenido de una antigua caja con una trascripción a mano, fechada en 1567, de un llamado «Liber de infantia salvatoris». Yo estaba en aquel momento leyendo junto a una ventana un ejemplar de «Agudeza y arte de ingenio» de Baltasar Gracián, publicado en Huesca a mediados del siglo XVII.
Elías se acercó a mí y me dijo que le alegraba no ser el único que apreciaba aquel tesoro almacenado en baúles, cajas y, en parte, sobre algunas estanterías. A partir de aquel encuentro, antes de las clases, solíamos coincidir durante los desayunos en los comedores de la comunidad. Mientras batíamos lentamente el porridge, manejábamos la máquina de hacer waffers o nos freíamos unos huevos con bacon, hablábamos de nuestros hallazgos. Nuestras conversaciones discurrían en castellano, Elías lo hablaba correctamente con dejo anglosajón. Otros miembros de la comunidad hablaban entre ellos en inglés o, simplemente, no se interesaban por nuestras aficiones librescas.
Durante el último mes de su docencia en el colegio me contó algo de sus planes: los estudios que estaba a punto de iniciar en la Universidad Gregoriana de Roma, donde cursaría Teología, y su proyecto de especializarse en las fuentes más antiguas de los Evangelios en el Instituto Bíblico de Jerusalén. Tuve la sensación de que este jesuita atípico no volvería nunca al Perú. La verdad es que tampoco sospechaba que por mi parte no volvería hasta muchas décadas más tarde.
Para entonces ya me había contado que su padre, judío alemán no practicante, había sido profesor de lenguas orientales en las universidades de Viena y Colonia, y era un emérito y prestigioso investigador de los códices y del entorno de la Biblia. Había escapado por muy poco del infierno del III Reich, emigrando a los Estados Unidos junto con su esposa, una reputada ilustradora de libros, católica de origen holandés, que trabajaba para casas editoriales de los Países Bajos y de Alemania. En Nueva York primero y en Chicago, donde nació Elías, sus padres optaron por enviar a su hija y a sus dos hijos varones, de los que Elías era el mayor, a colegios católicos.
Después de dejar el Perú, Elías me envió algunas postales, en las que nunca faltaba alguna referencia a sus hallazgos bibliográficos y a sus crecientes progresos en griego, hebreo y arameo. Se había interesado por el copto. A mi vuelta a España las preocupaciones por completar mis estudios universitarios y por encontrar trabajo, así como la intensa dedicación a mis primeros empleos fueron arrumbando mi época de profesor de colegio en el Perú. Aunque mis incursiones en libreros de ocasión, al hacer posible el encuentro con viejas ediciones, fuera del alcance de mi bolsillo, revivían las horas pasadas entre las cajas de la antigua biblioteca dormida en sus baúles, así como mis charlas con Elías.
Dejamos de escribirnos, además habíamos compartido intereses diferentes a los que ahora llenaban mis días. Por otro lado, a Elías lo suponía ya teólogo y biblista, mientras que mi propia reflexión y la evolución de mi forma de vivir me habían conducido a irme desprendiendo de los dogmas católicos.
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Tel-Aviv
Una década más tarde, mis actividades profesionales me condujeron a un congreso en Tel-Aviv, cuando ya la fuerza de los calores del verano había decaído en Europa, pero no así en Israel. Era el mes de octubre. En el programa social de los congresistas se incluía un día de visita a Jerusalem después de las sesiones del congreso, pero me no me atraía la idea de pasar aquel último sábado recorriendo tras un guía y a paso de marcha, bajo un calor agobiante, las calles de la ciudad santa con el mismo grupo de gente con la que había pasado la semana hablando inglés.
Le había comprado a un locuaz librero de la capital de Israel, de origen argentino, unos textos, una gramática y un diccionario de ladino. Así que decidí irme a una terraza de la playa a iniciarme en la lengua de los sefardíes, instalado bajo un ancho parasol y disfrutando de la brisa del Mediterráneo. Distraía mi mirada con la vista del mar cuando, repentinamente, los recuerdos de nuestras aficiones librescas y del origen judío de Elías Adler me asaltaron. Recordé asimismo que él siempre había deseado investigar en el Instituto Bíblico de Jerusalén.
Era ya la media tarde de aquel sábado de octubre y no tenía yo nada que hacer en Tel-Aviv hasta el martes por la mañana, cuando iría invitado a visitar algunos centros de educación especial y a moderar un seminario antes de volver a España. Movido como por un resorte cerré mi gramática de ladino y volví al hotel. Pedí a la centralita que me buscasen el teléfono del Instituto Bíblico de Jerusalén y que, por favor, me consiguiesen la extensión de la comunidad de los padres jesuitas que trabajaban en el mismo y me comunicase con ellos. La operadora tardó un poco en conseguirlo, pero al final una voz con acento francés, aunque hablando inglés, me respondió al otro extremo de la línea. Expliqué que no estaba seguro de ello, pero que me parecía recordar que el padre Elías Adler estaba investigando en el instituto.
Mi interlocutor me dijo que sí, que Elías Adler enseñaba allí desde hacía dos años, pero que no se encontraba en casa en esos momentos pues había viajado a muchos kilómetros de la ciudad, como Elías mismo me explicaría luego, para ayudar a preparar el traslado de unos papiros, que eran parte de unos hallazgos arqueológicos. No obstante, se le esperaba de vuelta pero tarde. Me aseguró que le daría mi recado y mi teléfono del hotel, y que, si lo deseaba, podía telefonear al día siguiente hacia mediodía.
El día de playa me había abierto el apetito y producido en mí un estado de lasitud creciente que aumentó tras la cena temprana. Así que hacia las diez de la noche ya estaba dormido. Los timbrazos del teléfono me sacaron del sueño a eso de las once. Medio desorientado oí las excusas de la operadora que me explicó que un señor de apellido Adler había insistido mucho en hablar conmigo. Le había indicado que los españoles se acuestan tarde y que yo seguramente todavía estaría leyendo. Con una voz que no lo demostraba le contesté que no se preocupase, que sí, que estaba despierto y leyendo.
Así que pasados unos segundos escuché la voz de Elías saludándome animadamente en castellano con su acento gringo. “Tengo verdaderas ganas de verte. Han pasado tantos años y hay muchas cosas que podremos contarnos”. Yo trataba de estar a la altura de su entusiasmo, pero seguramente mi tono de voz al responder que yo también estaba deseando verle reflejaba el grado de embotamiento en el que estaba. Percibiendo mi brusca interrupción del primer sueño, añadió: “Me temo que te he despertado de forma intempestiva. Te dejaré dormir tranquilo. En realidad yo también estoy agotado. Acabo de llegar de viaje. Pero dime a qué hora puedo venir mañana por la tarde a tu hotel”. Como ya me estaba espabilando, repliqué que lo que él me tendría que contar armonizaría mejor con Jerusalem y con el Instituto Bíblico que con un lujoso hotel impersonal de Tel-Aviv. Además llevaba casi una semana en esta ciudad y no quería irme sin dar una vuelta por Jerusalem.
“Alquilaré un coche y aprovecharé el domingo para viajar temprano”, le dije. La idea le pareció excelente. “Además el tráfico será menor un domingo por la mañana. Si consigues llegar a las once de la mañana podría interesarte asistir a la misa que celebró en rito copto en la iglesia del Santo Sepulcro. Te será fácil encontrarme, pues a esa hora sólo hay prevista una celebración. Aunque en este lugar nunca se sabe, hay que estar preparado para las sorpresas. Ya te explicaré más tarde, pero los roces entre las distintas confesiones cristianas son frecuentes”.
Comenzaría pues el domingo viendo a Elías revestido solemnemente y celebrando misa en el rito de la Iglesia Copta me pareció una novedad atrayente. Mi curiosidad casi nunca me ha defraudado. Por entonces no creía ya en los dogmas de la Iglesia, pero guardaba un gran respeto y mi interés por los aspectos culturales y artísticos, sin mencionar los antropológicos, históricos y morales, de los dos mil años de historia cristiana. Si bien, no se me había ocurrido pensar que, evidentemente, Elías había continuado con su carrera y ahora era un sacerdote jesuita con las prerrogativas litúrgicas y sacramentales que esa condición conllevaba y se me hacía difícil imaginarlo bajo su nueva investidura.
Nos dimos las buenas noches y yo me apresuré a llamar a la centralita del hotel para pedir que me despertasen a las siete y que hicieran lo posible por tenerme reservado un coche de alquiler para las ocho y media, un mapa de carreteras y un plano de Jerusalem. A pesar de lo avanzado de la hora me dijeron que era factible y que podía dormir tranquilo.
continuará…

Memoranda. Foto R.Puig
(*) Le debo a mi buen amigo Manuel García Viso, por muchos años compañero de trabajo y de aventuras editoriales, bibliómano y bibliófilo, y finísimo revisor de textos y de estilo, que hace ya seis años tuviera la paciencia de leer aquellas páginas, aportándome numerosas mejoras. Ahora trato de que mis pinitos novelísticos no hayan caído en saco roto.
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In attesa della seconda puntata. grazie
Arriverà. Grazie a te Giovanna!
¡Qué maravilla, qué hallazgo, Ramón! Digo, el mío. Ni loco se te ocurra abandonar esa narración, retazo autobiográfico o lo que me digas, al modo de «aquellos folletones que se pusieron de moda en los periódicos del siglo diecinueve», las mejores novelas del Realismo, a saber por qué no valoradas con la justicia que les corresponde. Increíble, Ramón, inabarcable Ramón, misterioso Ramón… Te seguiré de cerca, con o sin mascarilla.
P.S. Y, por cierto, donde quiera que esté, que me perdone Montale, pero no sé yo si ossi di seppia es lo adecuado para nombrar lo que, de niña, en la playa en que nací, junto a las conchas de nácar, los cantos rodados y los pulidos cristales de todo color, aparecía muy de cuando en cuando, tal cual aparece hoy en tu fotografía.
Gracias Luisa.
Sobre el hueso : ¿será quizás de calamar?
Moncho, bien por tu blog. No sé si de alguna manera sigue mi sugerencia de que lo aproveches para dar luz a tus otros escritos. Un abrazo. Charlie
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Charlie, ciertamente, la tuya y la de mi amigo Manolo que me preguntaba de vez en cuando sobre ese texto…
Un abrazo. Moncho
Hermosa amistad entre dos netos jesuítas no sólo cultos sino investigadores, científicos… Me quedó con la curiosidad de saber si la biblioteca era del colegio de Tacna o de Arequipa. El noviciado de Fátima tenía una preciosa biblioteca con tesoros de cuando se tomaron muy en serio las especialidades de las humanidades clásicas. En una oportunidad Rouillon me pidió que lo acompañase, buscando un viejo tratado de ética que yo pudiese traducir y publicar…eran mis primeros años de civil cuando Rouillon le buscaba trabajo a engreídos suyos como Pepe Perla y yo…. Encontré un excelente diccionario griego que más adelante obsequié a Anita Borrell que dictaba griego para alumnos de filosofïa de San Marcos.
Bernardo, por ahí, por ahí van los tiros…
Pero «cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia» 🙂
Un abrazo.
Moncho
Pero bueno, Ramón, esto no se le hace a un amigo que acababa de ver anoche la película Sabrina. Tras leer y ver la primera entrega de tu ‘versión extraviada’, se me fue de la cabeza la figura maravillosa de Audrey Hepburn. Estuve por maldecirte, pero luego no. Me hiciste disfrutar de tus andanzas y de tu prosa al alimón. Un pobre viejo verde volvió al redil de la lectura refrescante olvidándose sin esfuerzo de unos preciosos ojos que le habían embrujado la noche del martes. Gracias y un abrazo. Espero la siguiente entrega.
Nunca me perdonaré haberte alejado de la Audrey que acompañó nuestrás románticas fantasías juveniles, ella, la novia ideal que soñaron para nosotros nuestras madres.
Cuando toque leer mi siguiente capítulo, no lo acometas después de las seis de la tarde.