El sol nuestro de cada día
Hubo un tiempo en que no había ni un sistema de las Ciencias, ni Metafísica, ni telescopios, pero los seres humanos ya buscaban explicaciones, esperanzas, protecciones, había mitos, se concebían dioses.
Érase una vez, cuando en latitudes dispares del planeta el sol encarnaba la constancia, era entre todos los dioses el que traía la luz y el calor cotidianamente. De tal modo que en muchos lugares y entre las múltiples divinidades fue considerado el Dios mayor.
Elucubraciones estas mías nada originales, pero es que hace pocos días salí a caminar por la orilla del mar antes de que la gran esfera, con esa forma que según Parménides englobaba todo lo que es, llegase a la cita.
No era yo el único en esta orilla.
Hay un poema de Vicente Aleixandre en que el sol «se alza sobre las frentes» y es el poeta quien canta por todos.
Cuando en la Marina Alta, el sol se alzaba poco antes de las ocho de la mañana pensé en compartir este poema:
I
Allí están todos, y tú los estás mirando pasar.
¡Ah, sí, allí, cómo quisieras mezclarte y reconocerte!
El furioso torbellino dentro del corazón te enloquece.
Masa frenética de dolor, salpicada
contra aquellas mudas paredes interiores de carne.
Y entonces en un último esfuerzo te decides. Sí, pasan.
Todos están pasando. Hay niños, mujeres. Hombres
serios. Luto cierto, miradas.
Y una masa sola, un único ser, reconcentradamente desfila.
Y tú, con el corazón apretado, convulso de tu solitario
dolor, en un último esfuerzo te sumes.
Sí, al fin, ¡cómo te encuentras y hallas!
Allí serenamente en la ola te entregas. Quedamente derivas.
Y vas acunadamente empujado, como mecido, ablandado.
Y oyes un rumor denso, como un cántico ensordecido.
Son miles de corazones que hacen un único corazón que te lleva.
II
Un único corazón que te lleva.
Abdica de tu propio dolor. Distiende tu propio corazón contraído.
Un único corazón te recorre, un único latido sube a tus ojos,
poderosamente invade tu cuerpo, levanta tu pecho, te hace
girar las manos cuando ahora avanzas.
Y si, te yergues, si un instante levantas la voz,
yo sé bien lo que cantas.
Eso que desde todos los oscuros cuerpos casi infinitos se
ha unido y relampagueado,
que a través de cuerpos y almas se liberta de pronto en
tu grito,
es la voz de los que te llevan, la voz verdadera y alzada
donde tú puedes escucharte, donde tú, con asombro, te
reconoces.
La voz que por tu garganta, desde todos los corazones
esparcidos,
se alza limpiamente en el aire.
III
Y para todos los oídos. Sí. Mírales cómo te oyen.
Se están escuchando a sí mismos. Están escuchando una
única voz que los canta.
Masa misma del canto, se mueven como una onda.
Y tú sumido, casi disuelto, como un nudo de su ser te
conoces.
Suena la voz que los lleva. Se acuesta corno un camino.
Todas las plantas están pisándola.
Están pisándola hermosamente, están grabándola con su carne.
Y ella se despliega y ofrece, y toda la masa gravemente desfila.
Como una montaña sube. Es la senda de los que marchan.
Y asciende hasta el pico claro. Y el sol se abre sobre las
frentes.
Y en la cumbre, con su grandeza, están todos ya cantando.
Y es tu voz la que les expresa. Tu voz colectiva y alzada.
Y un cielo de poderío, completamente existente,
hace ahora con majestad el eco entero del hombre..
Vicente Aleixandre, Historia del corazón, Madrid, Espasa Calpe 1954, pp. 63 – 67
Al mismo tiempo sigo pensando en los millones de ucranianos martirizados lejos de aquí, en esos corazones que hacen un único corazón que me lleva a ellos. Se cumplen este año nueve décadas del inicio de aquel otro genocidio ejecutado por la Rusia Soviética, el Holodomor, matando sistemáticamente por hambre a millones de ucranianos.
Otro dictador totalitario emula hoy a Stalin con una masacre de civiles y arrasa de nuevo Ucrania, esgrimiendo similares pretextos y mentiras. No sé qué puedo hacer por sus víctimas desde aquí, salvo interpelar a quienes todavía dudan sobre la responsabilidad del genocidio que Putin y su camarilla están perpetrando.