Algo más del otoño

Hace dos semanas, en estas crónicas de la estación, nos entretuvimos con las dalias del otoño, que al poco tiempo fueron retiradas de sus parterres en el Jardín Botánico para prepararlos a la llegada de los fríos. Pero hay muchos otros paseos posibles en Gotemburgo, y las temperaturas suaves y un sol oblicuo que acaricia tímido al caminante invitan al ocioso deambular, sin excluir la bicicleta que no es sólo para el verano…

Cuando, a juicio del viandante, las piernas ya se han entrenado suficiente, y la pereza es pecado venial, quién nos reprochará que nos concedamos una ración de banco frente a los nenúfares sin flor, mientras el Padre Sol nos sonríe benigno.

Bueno, no todos dejan de mover las piernas, aunque sean piernecillas infantiles…

A la vera del estanque esta personilla aprende a manejar un patinete. No muy lejos de ahí la el edificio de la universidad, que, pasados los años, este precoz patinador quizás frecuentará, vegeta sin sus estudiantes, que se supone están frente a su ordenador tele-aprendiendo.

Confiemos en que en algunos libros resistan y no hayan sido, como dice la canción goliarda, empeñados en el «Monte de Piedad».
Me pregunto si, no lejos del parque, en el elegante edificio del siglo XVIII, que me dicen se destinaba a albergue de investigadores universitarios visitantes, hay todavía alguno que siga laborando sesudo, indiferente a la pandemia

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Hacia el mar


Antes de ayer elegimos otro camino, el que flanquea la ría hacia el mar por la margen izquierda. Era día de semana y algunos cafés y restaurantes estaban abiertos y frecuentados por jubilados, en mesas que guardan la preceptiva «distancia social». Tras la caminata, y en uno de ellos, en un ángulo soleado de la terraza, resguardados del viento, reponemos fuerzas con un café solidamente acompañado de…
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Algo que hace pensar
A unos cien metros admiramos el ejemplar desactivado de un oscuro artefacto con aspecto de virus letal, de esos a los que nunca sabremos cuantos muertos, civiles y combatientes, se les deben.
Salvo que haya por algún lugar un museo de la marina o un centro de estudios de la guerra que, abarcando los casi dos siglos de empleo de tales ingenios de muerte, se haya dedicado a contabilizar el número de sus víctimas.
Esta visión nos remite al inventor que perfeccionó bombas similares para la armada del Zar de Rusia, el padre de Alfred Nobel (1833-1896), que fue un genio de numerosas patentes (no todas es verdad para la guerra), el ingeniero y empresario Immanuel Nobel (1801-1872).
Otros dos de sus hijos, los hermanos del famoso Alfred, es decir Robert (1829-1896) y Ludvig Nobel (1868-1946), no le fueron a la zaga con su desarrollos para la industria del petróleo y la maquinaria pesada, incluidas las modernas cureñas de cañones, aunque la dinamita diese mucha más fama al mecenas de los premios Nobel. En el proceso de desarrollo del famoso explosivo, se produjo una deflagración de nitroglicerina que mató al hermano menor, Emil Oskar (1843-1864) y a varios trabajadores de la factoría familiar de los alrededores de Estocolmo. Alfred había salido ese día, de otro modo no hubiéramos tenido los prestigiosos premios.
Ludvig fue también un empresario pionero en prestar servicios a sus trabajadores (viviendas, escuela para los hijos, colmado, capilla, etc.) y participación de un 40 % de los beneficios. Sus hijos Carl (1862-1893) y Emanuel (1859-1932), inventor y fabricante de motores diesel, convirtieron la empresa creada por su tío Robert, Branobel, en la mayor empresa de petróleo de su época, ubicada en Rusia.
Los bolcheviques les expropiaron todo, pero al llegar la perestroika el recuerdo de su obra se recuperó para la historia industrial de Rusia, siendo considerados a partir de entonces como «buenos capitalistas».
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Por el muelle
Seguimos el paseo por el muelle, donde sólo un barco, de los que se emplean para trasladar a los trabajadores de la ría, está amarrado. Es el «cisne del mar», cuyo nombre combina el genitivo latino (maris) con el sueco (svanen = el cisne).
El patrón que lo ha nombrado debe ser alguien entrado en años que aún guarda las reminiscencias de cuando los escolares salían del colegio sabiendo algo de latín.
En el resto del muelle hay una exhibición de argollas de amarre con nostalgia de barcos…




Estos pesados artilugios suscitan mi instinto de adopción. De buena gana me llevaría una de esas rojizas argolla a casa, para colgarla de la pared del salón rodeada de azul y de barcos de madera. Pero no veo a nadie que me la quiera vender.
Tampoco entiendo cómo diablos habrá saltado la valle espinada el artista callejero, para entrar en el recinto de mantenimiento de los muelles y estampar esas letras rojiblancas sobre un gran contenedor
Casi me iba a despedir con este graffitti que descubro rodeado del verde de los arbustos del camino.
Pero no voy a acabar aún, pues en estos días, cosa que ocurre cada dos por tres en un rincón del planeta, hay quienes se están matando unos a otros con ahínco por vaya usted qué fronteras por las tierras del Cáucaso.
Nada nuevo bajo el sol, pero es que ha coincidido con la concesión del Premio Nóbel de la Paz al Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, y además me había enfrascado en la historia de las cuatro generaciones de la familia Nobel, pues me despertó la curiosidad la reseña de un libro en el Svenska Dagbladet sobre el patriarca de esa saga de inventores e industriales de artilugios de guerra.
Así que disculpad si acabo con una foto que me estremece y me conmueve. A estas horas quién sabe si están muertos o malheridos estos tres jóvenes de Nagorno Karabaj, que parten al frente confiados en el crucifijo que besan en el autobús que les conduce a la masacre en curso. No estoy tan seguro como Byung-Chul Han de que hoy estén desapareciendo los rituales, al menos no estos.

Nota :
Leo ayer que se han producido varias llamadas de la ONU a detener este conflicto entre Armenia y Azerbaiyán y que se ha anunciado una tregua en esta nueva guerra en el Cáucaso, para retirar heridos y muertos. También he leído que ni siquiera eso ha detenido las operaciones militares.
Yo también me llevaría una argolla de esas a casa, y creo que te lo puedes imaginar Ramón 😉
Genial entrada, como tantas otras veces..
Ya lo sé, Eva, gracias por el comentario. En estos de los «objetos encontrados» coincidimos :-)). Espero que cuando vuelva por la terreta, vacunado e indemne, pueda ver tus esculturas de la temporada pandémica.
Un abrazo
Hermoso relato, describes en una hermosa prosa poética tu paseo por el parque de Götenburg. Y luego el relato del puerto, con ese barquito con nombre en latín. Y luego ese detallado recuento de los hermanos Nobel. Y la cita del filósofo coreano alemán, profesor en Berlín Chul Han
Muy bien escrito, como siempre, y muy interesante!
Gracias, Pancho.
En cuanto al ensayista y filósofo coreano, ha sido una sorpresa lo de su historia de emigrante convertido en un bestseller en alemán. Seguro que es original y escribe muy bien. En todo caso, aunque no he leído más que el extracto de su libro, en materia de rituales puede que tenga en parte razón, pero por lo que se refiere a los ritos, sospecho que es harina de otro costal.
Como siempre, una agradable tormenta de fotos de la serena naturaleza de tu paraíso sueco y de excitantes y sorpresivas notas históricas como en este caso la de la familia y tribu Nobel metida desarrollo de la industria y de la tecnología del petróleo y la maquinaria pesada en general. Quién no aprende mucho y goza mucho con tus blogs!!!!!!
Gracias, Bernardo. A menudo, cuando me enfrasco en entradas como esta, pienso : «me parece que esta a Bernardo le gustará»,