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Breverías erasmianas (XV): “Stultus, qui patre caeso liberis pepercit” (Estúpido quien mata al padre y perdona a los hijos)

31 agosto, 2014
Colegiata de  Lobbes.  Bélgica. Tumba de abad. Detalle. Foto R.Puig

Colegiata de Lobbes. Bélgica. Tumba de abad. s.XVI. Detalle. Foto R.Puig

La evolución de la humanidad está sembrada de violencias y de guerras que gozan de  mayor visibilidad que el mar de benevolencia y bondad anónimas, definitivamente menos llamativo que la barbarie. A esa mayoría que pasa desapercibida, que vive sin estrépitos ni ha usado jamás un arma, que por millones es empujada a campos de refugiados o al exilio por las minorías del poder y de la guerra,  se refería Erasmo de Rotterdam cuando, en algunas de las páginas más bellas de la literatura humanista, diferenciaba al hombre de las bestias salvajes:

La naturaleza ha querido que el hombre reciba el don de la vida no tanto para sí mismo como para orientarlo hacia el amor, para que entienda bien que está destinado a la gratitud y a la amistad. Es así que no le dio un aspecto feo u horrible como a otros sino dulce, pacífico, marcado con el sello del amor y la ternura. Le dio una mirada afectuosa que refleja los movimientos del alma. Le dio unos brazos capaces de abrazar. Le dio el sentido del beso para que las almas puedan unirse al mismo tiempo que se unen los cuerpos. Sólo a él le acordó la risa, signo de alegría. Sólo a él las lágrimas, símbolo de clemencia y misericordia. ¿No le dio acaso una voz que no amenaza ni es temible sino que, a diferencia de las fieras, es amistosa y agradable? No contenta aún con estos dones, la naturaleza reservó al hombre el uso de la palabra y de la razón, atributos que contribuyen sobre todo al establecimiento y al fomento de la benevolencia, de modo que nada entre los hombres se resuelva por la fuerza. Le inculcó el odio a la soledad, el gusto por la compañía. Plantó en lo más profundo de su ser los gérmenes de la bondad.

Erasmo de Rotterdam en Dulce Bellum inexpertis (“La guerra atrae a quienes no la han vivido”). Cfr: Adagios del poder y de la Guerra y Teoría del adagio, Traducción y edición de Ramón Puig de la Bellacasa, Madrid, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, 2008, pp.202-203

Por desgracia, si tratamos de valorar los progresos de esas notas del ser que diferencian lo humano de lo animal, de evaluar en nuestro mundo los signos de una evolución a mejor, el peso secular de la bestialidad humana se interpone y nos abruma. No sé si, con la ayuda de los historiadores, los sociólogos han tratado de medirla. ¿Qué períodos de la historia tienen el record cuantitativo en términos absolutos y en términos relativos? ¿Qué parámetros podrían evaluar cuantitativa y, sobre todo, cualitativamente las cimas de la crueldad y la violencia? ¿Marcan las matanzas y exterminios sistemáticos del siglo XX el máximo imaginable de la atrocidad?  La historia de la humanidad da materia para compilar voluminosas antologías de la barbarie, pero frente a la secular competición de las violencias ¿quién osaría formular un palmarés definitivo?

Las crónicas de la actualidad muestran sin descanso a quienes tratan de poner el listón de la violencia cada vez más alto. Esta especie de concurso universal de la insania me ha recordado otro adagio, glosado también por Erasmo, en este caso de forma escueta.  Es un proverbio que formula una de las más cínicas y concisas justificaciones de esa violencia organizada que tanto combatió el humanista de Rotterdam. Lo cita en una de sus más severas críticas del poder y de sus abusos, en el largo comentario al adagio “Scarabeus aquilam quaerit” (El escarabajo acecha al águila) que traduje y publiqué hace ya años.

Lo que tiene de particular el proverbio que traigo a colación es que acuña, teoriza,  justifica y proclama el ejercicio de la atrocidad llevado a su peor extremo. Los autores de las masacres de nuestro tiempo no habrán oído hablar de este adagio, pero no por ello dejan de ponerlo en práctica.

 

Estúpido quien mata al padre y perdona a los hijos

Adagio I, X,  53

Erasmo extrajo este proverbio de la antigua compilación medieval de Suidas. En este caso procede de Aristóteles y de un poema homérico.  Reproduce su formulación al iniciar su comentario, en este caso puramente filológico, como para recordarnos que a buen entendedor pocas palabras bastan: Stultus, qui patre caeso liberis pepercit.

Y sigue con  la glosa de Suidas 325 :

Quien te aconseja que mates a los hijos de los padres que has matado, tiene el apoyo del viejo dicho: está loco quien mata al padre y deja tras sí a los hijos

Loco es aquel que tras asesinar al padre deja con vida a los hijos

Tras citar la misma expresión en Herodoto, continúa Erasmo refiriendo lo que cuenta el historiador Polibio de Filipo V de Macedonia, a quien atribuye la masacre de los habitantes de Maronea en 184 a.C(de no confundir con Filipo II, el padre de Alejandro Magno):

Se dice que Filipo de Macedonia usó este adagio cuando asesinó a los hijos de unos padres a los que había matado, razonando que lo que se debe hacer es o abstenerse de matar a los padres o, en caso contrario, eliminar también a los hijos, pues más tarde podrían vengar la muerte del padre.

También es de recordar la justificación de los soldados que asesinaron al emperador Maximino y su hijo diciendo que de una camada inútil no hay que dejar ningún cachorro

(Erasmo había leído esta última mención en la Historia Romana de Herodiano publicada por Aldo Manuzio en 1503).

Tras citar un verso de la Odisea en el mismo sentido, el comentario erasmiano concluye reflejando la lógica inexorable de la violencia en una síntesis que podría ponerse en boca de un boss mafioso:

Este adagio sirve para advertir de que no conviene provocar a los hombres, pues en caso contrario habrá que acabar con ellos,  no sea que los supervivientes nos atormenten en el futuro

(non esse provocandos homines aut ita conficiendos, ne in posterum reliquiae nos exerceant)

(NB: Versión latina de los Adagios aquí utilizada: Les Adages d’Érasme, Belles Lettres et le GRAC (UMR 5037), 2010, pp. 801-802)

Reflexión final

No recuerdo que Maquiavelo, tan injustamente denostado (sobre todo por quienes no lo han leído) y a quien se atribuyen frases que nunca escribió, refiriese la auto-justificación de Filipo de Macedonia, a pesar de que al florentino no le faltaron ejemplos de gobernantes más temidos que amados, para retratar los aspectos más crueles y amorales del poder de El Príncipe. De hecho, aunque aceptaba la conveniencia de que un gobernante pudiese hacerse respetar por temor, no veía la ventaja, muy al contrario, de que se hiciera acreedor al odio de los gobernados.

Esa obra, no impresa hasta 1532, la leyeron algunos políticos de su tiempo en copias del manuscrito de 1513. Pero no se tiene constancia de que Erasmo la haya conocido. Dicen que Thomas Cromwell tuvo acceso a una copia y se guió por esa obra para intentar sacar a Inglaterra de su edad más oscura, lo que su patrón agradeció cortándole el cuello.

Pues bien, del mismo modo que los del cruel rey macedonio o los Tudor, en nuestra época no escasean ejemplos de ejecutores y masacradores que se emplean a fondo en sembrar el odio. Seguramente no han oído hablar de este proverbio, pero lo practican con saña. Para prevenir la futura vindicación de las víctimas, aniquilan a sus hijos de alguno de los modos que imaginarse puede:

  • La más literal de matar a los padres y después a sus hijos,
  • la de matar a padres e hijos al mismo tiempo,
  • la de matar a los padres, robarles a los hijos y borrar la identidad de estos,
  • la de matar a los hijos, incluso antes de haber podido matar a los padres,
  • la de matar a los hijos, sin ni si quiera estar en guerra con los padres,
  • etcétera.

Uso el término hijos en sentido neutro, pues conviene subrayar que, a pesar del contexto guerrero del adagio, en la formulación original griega del proverbio o en la latina de pignora (aunque no el sustantivo liberi, liberorum, que es en principio de género masculino) predomina el significado de hijos como hijos e hijas. A pesar de que pienso que en la mente del rey macedonio el destino de las mujeres no era la eliminación física, como con los varones, sino, algo aún más atroz, una suerte de muerte en vida, de las misma manera como, pasados más de dos mil años, se las sigue destruyendo hoy.

Al autor del Elogio de la locura, si después de casi cinco siglos se alzase de su tumba, le habría resultado familiar lo que hace seis días denunciaban portavoces de la ONU:

De forma sistemática toman como objetivo a hombres, mujeres y niños, según su afiliación étnica, religiosa o confesional, y están llevando a cabo sin compasión una amplia limpieza étnica y religiosa en las áreas bajo su control

asesinan a los hombres y se llevan a las mujeres y los niños como esclavos, bien para entregárselos a los combatientes o con la amenaza de venderlos

……………

En los años que sucedieron a la caída del muro de Berlín hubo quienes tuvieron la osadía de proclamar el “fin de la Historia”. Seguramente esa afirmación aumentó la venta de sus libros, pero la tozuda realidad es que no hay más remedio que seguir remando inmersos hasta el cuello en la monótona continuación de la Historia.  Más bien tenemos que frotarnos los ojos frente a las imágenes de la actualidad, pues pareciera que seguimos atrapados en ciclos de eterno retorno.

Algo así debía de sentir Erasmo poco antes de morir, cuando consideró más fructífero dedicar su última obra, sus meditaciones Sobre la pureza de la Iglesia Cristiana, a un modesto aduanero renano que le había hospedado en uno de sus viajes y no a alguno de aquellos reyes, papas y gobernantes a quienes durante muchos años intentó convencer de que cambiar la Historia estaba en sus manos. Ese gesto final del humanista fue algo así como tirar la toalla.

François Dubois. La matanza de día de San Bartolomé. s. XVI. Museo Cantonal de Lausanne. Wikipedia

François Dubois. La matanza de día de San Bartolomé. s. XVI. Museo Cantonal de Lausanne. Wikipedia

2 comentarios leave one →
  1. 31 agosto, 2014 02:06

    No imaginas, Ramón, la oportunidad de tu entrada; a veces el azar nos descoloca como si fuéramos niños. Me limito a ‘pegar’ justo lo que leía, el párrafo exacto, cuando entró tu texto en mi correo. Me perdonas la confianza, pero es la mejor forma de explicarte lo ocurrido. Se trata de un texto de Rafael Sánchez Ferlosio: Hipótesis del ‘Belgrano’, ¡de 1982! -en El País-, sobre la guerra de las Malvinas, que termina así:

    «En efecto, ahora ya sí que ningún inglés querrá ver cuestionada o negociada la soberanía británica sobre las Malvinas. ¡Sería tanto como insultar a nuestros muertos!, gritarán. La sangre de los muertos es comúnmente apelada como el título más indiscutible de legitimación de cualquier causa, así como de suprema garantía de su justicia y su bondad: «La causa por la que derramaron su sangre nuestros padres y nuestros abuelos» es la fórmula paradigmática con la que se consagra la inapelabilidad de cualquier causa. Lo malo es que esa misma fórmula, y referida a una única querella y a una misma cosa disputada, tiene, no obstante, idéntica fuerza de legitimación para el corazón del vencedor y para el del vencido».

    Gracias. Ah, y conste que he viajado feliz contigo. Un abrazo

    • 31 agosto, 2014 09:23

      Muchas gracias Luisa,

      Sí, yo también pienso con Ferlosio que hay una especie de genética de los conflictos, término eufemístico como también lo es el de querella que usa él. A menudo, además, la genética de las guerras y matanzas no es algo puramente metafórico sino que coincide con la transmisión del odio entre generaciones. De ahí el espantoso cinismo del viejo adagio, en boca o mente de quienes arrasan las vidas de los otros, justificando el aniquilamiento total de familias enteras como prevención de venganzas futuras Aún así, no consiguen anular la herencia del odio entre comunidades, pueblos y naciones.

      Pero lo que se observa en esta historia interminable es que, junto a ese tipo de masacres que, de un modo u otro, se suceden como una cadena genética, están a mi modo de ver las otras, aquellas que surgen «ex novo» como una explosión de crueldad ejercida contra alguien que nunca te ofendió, de quien no puedes ni siquiera decir que sus antepasados te ofendieron o que sus creencias o sus comunidades atacaron a las tuyas en el pasado. Y, ahí me parece, que los delirios simbólicos y los fanatismos revelados siguen desempeñando un horrendo papel amalgamados con la ambición más rastrera.

      El principio de que la responsabilidad de un mal reposa sobre el individuo que lo ejerce y que la sangre derramada por el causante del daño (la pena y el castigo legales) no ha de «caer sobre» los de la familia, etnia o comunidad cultural, religiosa o política a la que pertenece o ha pertenecido el responsable, es un principio esencial de lo que llamamos «Estado de Derecho», es una pieza fundamental de un progreso civil que, en la evolución de la humanidad, significaría un progreso profundo para todos, en el camino a esa utopía que es la extirpación de la guerra y la violencia como pretendidos motores de la historia.

      A pesar de toda la barbarie que los europeos han ejercido, como todas las otras civilizaciones, hay una contribución preciosa del viejo continente, es decir ese principio que, tras siglos de dolor y también de reflexión crítica, surgió en Europa y, aunque parezca demasiado frágil, se ha extendido y no precisamente por las armas. En este sentido, cuando hablo de Europa es claro que ya no pienso en un territorio o en unas nacionalidades, ni siquiera en unos habitantes que serían los europeos por antonomasia, sino en un espíritu y un pensamiento sobre el ser humano, sus derechos y sus responsabilidades que lo mismo podemos perder aquí como puede crecer en cualquier otra parte del mundo. Como cada día vemos es una planta que también puede agostarse.

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