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Algo sobre la embajada de España ante la Santa Sede

23 noviembre, 2010

Si es que el azar cotidiano pretende sugerirnos algo, en este caso a mí me anima a contaros dos historias sobre la Embajada de España ante la Santa Sede, ya que en pocos días he tropezado con dos informaciones que se refieren a ‘nuestro’ palacio de la Piazza di Spagna en Roma, lugar de celebración solemne el día de la Inmaculada con nuestro embajador y con Benedicto XVI que la preside (como atestigua una foto publicada en el blog del Sr. De la Campa)

Vicisitudes inmobiliarias del Palazzo

En mi empeño de saber algo más sobre el trabajo de Pierre Henri de Valenciennes, y hojeando los volúmenes del 2003 del Burlington Magazine (magnífica revista mensual de crítica del Arte, aunque de prohibitiva suscripción) he caído sobre una reseña del libro de Alessandra Anselmi  Il palazzo dell’Ambasciata di Spagna presso la Santa Sede (Roma, De Luca, 2001). La recensión nos aporta entre otras cosas  algunos datos interesantes sobre ese palacio que espero poder visitar. No es pues una de esas reseñas para vender el libro de una editorial amiga o de un autor que te cae simpático, pero que dejan al lector sin saber de qué va la cosa realmente y si merece la pena conseguir la obra.

El libro de Alessandra Anselmi cuenta que el edificio lo compró el embajador español, conde de Oñate, de su propio bolsillo, quien encargó a Francesco Borromini que se lo reacondicionase a su gusto. Como el citado conde aspiraba a más, anduvo insinuándose (suponemos que a base de rumbosidades) al papa Inocencio X (sí, el mismo del retrato de Velazquez y del meta-retrato de Francis Bacon) para que le hiciese cardenal.

Cuando parecía que Inocencio X le iba a dar el capelo cardenalicio al buen conde, Felipe IV se opuso y lo envió de Virrey a Nápoles en 1648 (hoy en día hubiera tenido la dura tarea de reciclar 30.000 toneladas de basuras que yacen sobre las calles de la capital y de otras ciudades de la Campania), no sin que antes la Corona le volviese a comprar el palacio. No sé si el libro habla de alguna jugosa plusvalía, pero es posible que este tipo de compra y reventa privada por parte de un personaje público, que al cabo de un tiempo revende la propiedad al Estado que le da empleo, no lo hayan inventado después de todo nuestros administradores locales del siglo XX.

A vueltas con la pena de (buena o mala) muerte

El otro signo me lo ha dado ayer en su clase el profesor de Anatomía Artística, que me ha corroborado en la impresión de que durante el Barroco los nobles españoles estaban muy bien colocados en la Santa Sede. Recuerda en su libro Sotto pelle (Marco Bussagli, Roma, Ed.Medusa, 2003) la historia y el sentido dos bustos de Gianlorenzo Bernini que representan uno la felicidad de los bienaventurados en el cielo, el otro el tormento de los condenados en el infierno, es decir los célebres bustos del Anima beata y de su opuesto, el Anima dannata, que están en la embajada de España. Es conocido quién fue su comanditario.

La historia de estos dos bustos es que en aquella época el Subsecretario de la Justicia del Vaticano, es decir el Refrendario per le due segnature, adjunto al Ministro, que era a la sazón el cardinal Maffeo Barberini (futuro Urbano VIII), era un moseñor español, en concreto Pedro Foix de Montoya, cuyo busto pensativo en altorrelieve esculpió Bernini para su cenotafio en la iglesia de Santa María in Monserrato.

Don Pedro tenía, entre otros cometidos, el de decidir sobre el otorgamiento o denegación de gracia a los condenados a muerte que parece no eran pocos en los Estados Pontificios.  Pues bien, para decidir en materia tan delicada, el pío funcionario tenía que meditar a menudo sobre un viejo tema de los manuales de interpretación católica de la “ley natural”, es decir sobre el derecho a la vida (tan traído y tan llevado en algunas manifestaciones en nuestro país). En este caso para no pocos desgraciados y criminales se trataba del derecho de vivir o de la obligación de ser muertos por sentencia de la justicia papal.

Para ayudarse en sus cavilaciones al sesudo Don Pedro no le bastaba con las conocidas “reglas para el discernimiento de espíritus” de San Ignacio de Loyola, así que, buen conocedor de la iconografía de  la “buena muerte” y de la “mala muerte” en la imaginería de la Contrarreforma, encargó a Bernini que, bajo su atenta supervisión, esculpiera los dos famosos bustos: el Anima beata (ver supra), angelical y femenina, y el Anima dannata (ver infra), luciferina, corruscante y masculina (dicen que autorretrato de Bernini mismo).

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Al parecer Don Pedro se encerraba a solas con los dos bustos antes de decidir si otorgaba o denegaba la gracia. Parece que entablaba un meditativo ménage à trois con estas dos efigies barrocas. ¿Se susurrarían algo? ¿Se rifarían a los ajusticiables?

¿Estáis quizás ya viendo como ese Don Pedro, que tan caviloso se asoma de su cenotafio, medita profundamente, se dirige al despacho de su jefe, el futuro Urbano VIII, y con un gesto del pulgar transmite en silencio su determinante consejo?

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